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Jardines de Kensington

Al acabar la lectura de esta novela del argentino Rodrigo Fresán (Mondadori, 2003), quedé firmemente convencida de lo siniestra y fascinante que puede resultar a la vez la literatura infantil. En sus mundos poblados de monstruos siempre existe la posibilidad de vencer al dragón, sus personajes no crecen y no se corrompen con el paso del tiempo y las decepciones... el refugio de locura de los libros infantiles -¿para niños adultos? ¿para adultos que no quieren dejar de ser niños?- no distingue sueño de pesadilla, y en él la muerte puede ser simplemente una formidable aventura.

Este es el tema entorno al cual gira el argumento de Jardines de Kensington, cuya estructura se basa en la oposición de dos historias constantemente entrecruzadas. Por un lado, la que narra la creación del personaje de Peter Pan por el escritor James Matthew Barry, contada de forma tanto más impactante cuanto que resulta estar bien ceñida a los hechos reales que tejieron la vida del autor inglés. Peter Pan nació como un regalo a los hermanos Llewelyn Davies, a los que Barry adoró porque le permitieron crear un mundo a su medida, vivir como en un cuento, negarse a crecer. Muy rápidamente, el personaje se convirtió en un clásico en el que se refugian o reflejan tantos niños como adultos, fieles a una Neverland que nunca pierden de vista. Es preciso aclarar que todo esto está muy por encima de la utilización que la psicología de aficionados ha hecho del personaje, convirtiéndolo en un simple mito de la inmadurez. Peter Pan es mucho más que eso, como se encarga de descubrirnos a través de las páginas de la novela el narrador y protagonista de la segunda historia que teje el argumento, un escritor londinense, nacido en los años sesenta, víctima de la psicodelia alucinógena de sus padres y la culpa creativa de la muerte de su hermano. Como resultado de esta infancia experimental y a raíz de la lectura de Peter Pan, el narrador decide que él tampoco crecerá nunca, y se acaba convirtiendo en un escritor superventas de literatura infantil. Las aventuras de su personaje, Jim Yang, y la cronocicleta con la que viaja en el tiempo, mantienen en vilo al mundo entero.

La manera en que se mezclan ambas historias es lo que da a la novela la fuerza orgullosa que exhibe, una fuerza que me dejó exhausta en Mantra (Mondadori, 2000) y que aquí resulta mucho más contenida y, por ello, placentera. Fresán ya no se desborda, Jardines de Kensington no es una pesadilla sino una reflexión lúcida que no tiene miedo de ahondar en lo peor, lo más vergonzoso del ser humano, ya sea en el amor, la muerte, las relaciones entre padres e hijos, el miedo a nosotros mismos... y la culpa, "la culpa todopoderosa como motor de la maquinaria que impulsa la mayoría de nuestras acciones".

Leer a Fresán no es un acto ni agradable ni agradecido porque, si somos lectores activos y honestos, implica un enfrentamiento a lo que no nos gusta y nos empeñamos en esconder. Aun así, creo que la lectura de Jardines de Kensington es altamente recomendable para la estimulación de la inteligencia y la conciencia de la realidad.