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Estambul. Ciudad y recuerdos

Hace poco escribí que no me gustaba leer autobiografías o memorias, por mucho que admirara a sus autores, a causa del tono justificador y condescendiente con que suelen ser narrados los acontecimientos de la propia vida. Quizá ahora debería decir que no siempre es así, sobre todo cuando el eje central de la obra no es la sucesión de esos acontecimientos, sino el modo en que se relacionan con la ciudad en la que tienen lugar. El protagonista ya no es el autor; el núcleo de interés se desplaza y éste se siente más cómodo, menos obligado a la explicación y el análisis, más libre para fantasear e inventar, e incluso más dispuesto a reírse de sí mismo. Es lo que le ocurre a Ohran Pamuk en su última obra.

Se puede considerar Estambul. Ciudad y recuerdos un libro autobiográfico porque se sitúa en esa línea tan difusa que serpentea entre los géneros literarios después de que llegó la Modernidad y se instaló tan decisivamente en la concepción del arte y la figura del artista. Es, sí, autobiografía, pero es mucho más. Por una parte, Pamuk utiliza sus recuerdos de infancia y juventud como base del libro (que termina cuando, con diecisiete años y en mitad de una tensa discusión con su madre, anuncia que ha decidido ser escritor); por otra parte, estos recuerdos están vivos, se estructuran y pertenecen a la conciencia en tanto en cuanto forman parte de la mirada del escritor a su ciudad. Así, ambos elementos permanecen en constante diálogo y crean una historia que avanza entre callejuelas, fotografías (¡qué bellas fotografías! Sólo por ellas ya merece la pena leer este libro), barcos que atraviesan el Bósforo y peleas y risas en el edificio Pamuk, donde el autor ha pasado buena parte de su vida.

Pamuk sabe que, al hablar de una ciudad, cualquier cosa que digamos sobre su alma o su esencia acaba convirtiéndose en una confesión sobre nuestra vida y, especialmente, sobre nuestro estado espiritual. La ciudad no tiene otro centro sino nosotros mismos. Y cuando hacemos una ciudad nuestra y recordamos un paisaje, una esquina, una plaza, lo asociamos inevitablemente a un sentimiento. Así es como el autor estambulí nos enseña su ciudad; nos lleva de la mano por los rincones de Beyoglu, Pera o Cihangir; nos describe las innumerables veces que, desde la ventana de su casa, pintaba lo que veía afuera. Todos los lugares que aparecen en Estambul adquieren su grandeza y provocan la fascinación del lector porque están asociados a un sentimiento, una mirada casi siempre esbozada por la resignación de una pérdida. Los estambulíes viven, nos dice el autor, entre las ruinas del imperio otomano y la pobreza irreparable que provocó esa pérdida. Por ello, todos –hombres, mujeres, niños y viejos- aceptan el sentimiento de amargura nostálgica como parte de sus caracteres y motores centrales de sus vidas. No hay otra forma de vivir en Estambul, parecen gritar las mansiones que se incendian una a una frente al mar, las murallas sucias y las calles llenas de escombros.

El pequeño Ohran (un niño muy lindo, cuya preocupación básica es obtener constantemente el cariño y la aprobación de todos aquellos que lo rodean) percibe desde muy pequeño esa amarga resignación que exhibe la ciudad y la interioriza enseguida. Para luchar contra ella, lo único que puede hacer un estambulí es distanciarse y ver su ciudad desde otra perspectiva: la mirada occidental. Así, el joven Pamuk descubre pronto y lee con avidez los relatos de los viajeros occidentales que pasaron por la ciudad turca en diferentes épocas de la historia y escribieron sus impresiones sobre ella. En el siglo XIX, con el Romanticismo, empezaron a hacer furor los libros de viajes a lugares exóticos, y Estambul, cruce entre Oriente y Occidente, símbolo de la derrota bizantina y la victoria turca sobre la civilización europea, recibió la visita de ilustres escritores que narraron sus experiencias e impresiones sobre el lugar. Los escritos de Nerval, afectado por la locura que lo acabaría matando; Gautier, pintor y retratista excepcional; Flaubert, obsesionado por una sífilis que ya empezaba a hacer estragos, o Gide, cuyas críticas a las costumbres orientales provocaron la indignación de los intelectuales turcos, todos ellos ayudan a Pamuk a crear esa distancia necesaria para poder contemplar su ciudad de una forma crítica, cuestionándose lo aceptado, rechazando los tópicos, yendo más allá de lo que sus ojos y su conciencia están dispuestos a ver en un principio.

Una vez llevado a cabo este proceso de distanciamiento, con la mezcla de pasión e inteligencia que guía cada una de las páginas escritas por Pamuk, comienza la narración concebida como diálogo entre el autor y la ciudad. La sucesión de acontecimientos biográficos (mudanzas, colegios, excursiones, primeras experiencias sexuales) tejida con las impresiones fuera del tiempo es sencillamente maravillosa. El autor turco es un maestro del relato y cada frase es como una celebración. Su prosa cadente, sensible, siempre en el punto exacto entre evocación y precisión, resulta tan valiosa que no puedo sino suspirar de alivio porque decidiera cambiar su primera vocación de arquitecto por la de escritor.

No me importa no haber estado nunca en Estambul. Probablemente habría leído y disfrutado el libro de un modo distinto, pero no necesariamente mejor. Ya me ocurrió con El libro negro –también con la ciudad turca como eje central de la historia- y espero que me siga ocurriendo con todo lo que lea del autor en el futuro. Su capacidad para arrastrar al lector, alentar su ensoñación como forma de viaje personal y reflexión honesta, es tan profunda que no necesitamos más que una cierta disposición, tiempo y silencio. El resto lo pone él.