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El cielo protector

Paul Bowles tuvo la idea de escribir esta novela en un autobús, mientras recorría la Quinta Avenida de Nueva York. Empujado por ella llegó a Tánger justo cuando Europa salía de la Segunda Guerra Mundial y el Norte de África aparecía frente a él como un inmenso espacio que lo iba a absorber durante el resto de su vida. Es extraordinario cómo un norteamericano fue capaz de escribir una novela como ésta y, al mismo tiempo, renegar de su país para quedarse a vivir en la tierra bajo la cual se encontraba el cielo protector. En efecto, este precioso título sólo adquiere su completo significado una vez que nos adentramos en un paisaje maravillosamente inmerso en la historia. Bowles no describe lugares pintorescos o costumbres curiosas, el suyo no es un libro de viajes; el choque de culturas es, en este caso, inexistente.

En la novela, la pareja formada por Kit y Port viaja junto a Tunner, que cumple a la perfección su papel de agitador discreto aunque persistente. Ninguno de ellos posee un pasado ni un futuro; lo único que hacen es ir de un pueblo a otro, de una ciudad a otra. El narrador omnisciente no nos concede accesorios más o menos útiles con los que identificar y juzgar a los personajes, y tampoco vueltas atrás en el tiempo que favorezcan el recuerdo nostálgico de la patria abandonada. Todos los elementos de la historia se mueven constantemente hacia adelante y, sin embargo, no podemos decir que los protagonistas busquen algo concreto, más allá de un sitio donde pasar la noche, comer y beber. No hay objetivos a corto o largo plazo, sólo el anhelo de vivir el momento desde dentro. Ése es, pues, el elemento clave que los define y los diferencia, marca sus relaciones a lo largo de la novela y permite al lector acercarse a ellos, sufrir y compartir sus crecientes angustias. Bowles eligió así el camino más difícil y logró crear esta historia magistral, que golpea hondo porque se mueve entre las pulsiones más básicas e incomprensibles del ser humano.

Kit y Port, a pesar de llevar juntos diez años y profesarse mutuamente un amor incondicional, son incapaces de comunicarse y, sobre todo, de entenderse. Cada uno reacciona de modo distinto ante una puesta de sol, una amenaza, la posibilidad de una infidelidad... Kit vive en alerta permanente, mientras que Port hace todo lo posible por abandonarse al curso de la vida y lucha por desembarazarse de su conciencia, sus prejuicios, la herencia que se ha convertido en un fardo. Sabe que el cielo lo resguarda de algo terrible que hay detrás, y que puede avecinarse en cualquier momento. Así, la novela avanza tejiendo con fuerza las redes que van creando los personajes entre sí, hasta que éstas son tan espesas que se vuelven del revés, resisten varios golpes mortales y acaban en un suave y dulce delirio, sólo posible gracias a la bellísima prosa de Bowles.

El flujo de pensamiento de las conciencias de los protagonistas, las emociones que sienten con tanta intensidad en un entorno tan atrayente como hostil, y que son incapaces de expresar y compartir, muestran la inteligencia con que el autor norteamericano supo sacar partido a su descubrimiento del Norte de África. El punto de vista que adopta y, lo que es más difícil, desarrolla en constante escapada hacia adelante a lo largo del relato, convierten a esta novela en un caso extraordinario en la historia de la literatura contemporánea. No hay falsa moral, ideales perdidos ni anticonvencionalismos de pose... si pensamos que fue escrita entre 1946 y 1948, todo resulta aún más excepcional, y creo que es prácticamente imposible encontrar algo parecido a esta novela en la literatura más actual. El cielo protector no sólo capta o intuye, sino que consigue expresar con certeza las emociones humanas más puras: otorga palabras al escalofrío que nos recorre, al augurio, al sentimiento inexplicable que no podemos quitarnos de la cabeza. Mediante un estilo tan limpio como contenido (el único que podía construir una novela así), empezamos a caminar por la arena bajo el sol y llegamos al fondo de nosotros mismos, para acabar dándonos cuenta de que, curiosamente, el desierto es muy grande pero nada se pierde nunca en él.