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De ratones y hombres

Apenas conozco la obra de John Steinbeck -sólo leí Las uvas de la ira hace muchos años-, pero llevaba un tiempo buscando este relato, o novela corta, porque pensé que estaría bien volver a visitar los paisajes amarillos -es lo que recuerdo más vivamente de Las uvas de la ira- si es que seguían estando allí. Y sí, encontré el libro y comprobé que el amarillo invade y ciega esta historia escrita en 1937: en las llanuras, en los montones de heno, en los rizos de la mujer sin nombre que merodea por un granero lleno de polvo... y en el sol, claro, el sol persistente y justiciero que marca el ritmo del relato.

La familiaridad con que cualquier lector se puede acercar a esta novela parte, creo, del estricto realismo que Steinbeck utiliza en su escritura. Descripciones con los símbolos justos, narración ordenada cronológicamente, tipos simples y diálogos constantes que construyen un estilo populista y patético muy especial. Es como si el autor consiguiera diluirse en sus historias de un modo tan perfecto que hiciera de ello su grandeza literaria.

El populismo conlleva algún elemento cansino como, por ejemplo, la fidelísima reproducción del lenguaje de los tipos que pueblan el relato. Ninguno de ellos habla bien, claro está, ya que pertenecen a la América rural, un lugar en donde nadie utiliza bien los tiempos verbales, ni pronuncia el final de las palabras. Odio este recurso. Sé que es perfectamente justificable e incluso digno de alabanza si está bien hecho, pero me molesta y me recuerda a los cuentos de Ignacio Aldecoa, aunque afortunadamete poco tienen que ver éstos con De ratones y hombres.

Sin embargo, el rasgo más característico del populismo de Steinbeck, que se adentra ya en la estructura interna del relato más allá del registro lingüístico, es la tipología de personajes y las relaciones que se establecen entre ellos. Los inmensos campos estadounidenses provocan una inevitable sensación de soledad, abandono y deseo de aniquilación de los cuales nadie, por mucho que lo intente, se puede salvar. La denuncia social contenida en la obra es brillante y efectiva porque está cuidadosamente dispersa por toda la historia. Así, los diálogos e interacciones entre los personajes son, en este sentido, un instrumento fundamental para mostrar la injusticia, la lucha por la supervivencia y el abandono que sufren los desfavorecidos (pobres, negros, mujeres...), todos ellos marginados cuya voz, cada vez que intenta alzarse, acaba brutalmente aplastada, ya sea en forma de tiranía humana o divina.

En De ratones y hombres los sentimientos positivos que esbozan los personajes (y no son pocos) giran siempre en torno a Lennie, un hombre con la mentalidad de un niño y la fuerza de un gigante. Su presencia inspira ternura a todo el que está de su bando -el de los que no tienen nada-, y que gracias a él se intenta comunicar. Lo hacen de una forma muy básica y torpe, pero que al fin y al cabo es la única posible, porque es la única que conocen. Y son, precisamente, esa ternura y esa voluntad de comunicación las que acaban volviéndose contra él, lo cual convierte a Lennie en una víctima, de acuerdo con el patetismo que impregna las historias de Steinbeck: los sueños y las esperanzas de los personajes son sistemáticamente aplastados por un grito, una amenaza, una muerte.

Y la muerte aparece en el momento exacto, como alivio de la tensión que se ha ido creando en el relato. La muerte es mejor que la vida porque la vida es ya insoportable: riguroso pesimismo, pues. Pero el alivio como desenlace de la tensión es, sobre todo, la estrategia literaria quizá más presente tanto en De ratones y hombres como en Las uvas de la ira. Steinbeck sabe cómo agarrar al lector y no dejarlo respirar hasta el final. Ahí puede residir, en mi opinión, el gran éxito, el respeto y la admiración que siempre ha producido la obra de este californiano que obtuvo el Premio Nobel en 1962, así como la base de sus distintas etapas narrativas y experimentaciones artísticas diversas, que no conozco bien. La tensión, como una tormenta del sur que se avecina desde la primera página y acaba descargando sin piedad en la última, es un proceso empleado a la perfección en esta novela, que se lee de un tirón porque es imposible hacerlo de otro modo. Sin embargo, la catarsis es corta y no definitiva, porque el lector alcanza a vislumbrar de nuevo el polvo y las cegadoras llanuras amarillas. Nada va a cambiar, parece susurrar Steinbeck, pero eso ya queda para la imaginación, y sobre todo la mayor o menor inclinación al pesimismo que tenga cada cual.