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Bartleby

En el aeropuerto de Barcelona, esperando un avión que nunca llega, leo Bartleby en una edición de Penguin de 1986 que reúne varios relatos cortos de Herman Melville, Benito Cereno o Billy Budd, sailor entre ellos. La única vez que me acerqué a Melville fue en un intento de asomo a Moby Dick, cuando debía de tener unos diez años. Fue una mala elección (provocada seguramente por algún adulto que no había leído la novela pero estaba convencido de que a los niños nos encantaba): me aburrí enseguida y abandoné el libro; desde entonces, Melville había permanecido muy lejano. Sin embargo, la lectura de Bartleby ha sido como un proceso de rencuentro con algo desconocido pero muy familiar, como si la huella del escritor hubiera estado medio escondida, agazapada en otras lecturas, otros cuentos, otras historias que ahora me es imposible recordar. Pero todo me suena desde que empiezo a leer: la voz del abogado pragmático que se alza en narrador, la angustiosa relación que mantiene con el escribiente que contrata, Bartleby (el cual se irá revelando como su lado oscuro, su opuesto, su reverso); incluso me resultan familiares las palabras que éste repite como una cantinela: "I would prefer not to...". Dejando a un lado el rastro que Melville haya podido dejar en la literatura contemporánea, que seguro es importante pero no me propongo siquiera vislumbrar aquí, lo que me resulta terriblemente cercano es, sobre todo, ese miedo y su consecuente rechazo a una vida demasiado intolerable. Bartleby encarna la inacción, el estacionamiento que no le obliga a tomar partido: siempre se queda quieto donde está pero no por decisión propia, sino por falta de alternativas. Es aterrador ver cómo un hombre escoge voluntariamente mirar hacia las paredes muertas y dar la espalda a cualquier signo de vida.
Al leer el cuento de Melville he tenido una sensación parecida a la que recuerdo, sobre todo, con la lectura de los cuentos de Kafka: esa angustia impotente que llega a confundir realidad y ficción. La empatía que en este caso se establece entre narrador y lector y el sufrimiento casi agónico que acompaña la lectura del relato son la mayor prueba de la validez universal de Melville, que al escribir Bartleby estaba mostrando crudamente el miedo y la atracción que supone enfrentarse a la negación de la vida humana.